Por Jorge Iván Dompablo.
Había llovido toda la
tarde
Había llovido toda la
tarde en que Andrea llegó empapada a su casa; cuando su madre salió a abrirle
la puerta, llevaba, para medio
protegerse, un viejo paraguas al que le faltaban algunas varillas dándole un
aspecto ridículo. Estaba a punto de comenzar con el regaño ritual, pero el
aspecto de naufraga que traía la chica la obligó a hacerse a un lado y
simplemente la dejó pasar, incluso trató de protegerla como si no trajera
encima toda la lluvia que había caído en esa tarde.
Apenas entró en la primera habitación,
de las dos que componían junto con el pequeño patio de tierra toda la casa, se
quedó parada encima de la jerga, su madre que se había entretenido en colocar
el paraguas detrás de la puerta se le quedó mirando, tiritaba.
- Te va a dar una
pulmonía- le dijo.
Andrea
permanecía clavada en su sitio, encima de la jerga, con la mirada extraviada.
Su madre buscó una toalla en el ropero, con ella la envolvió tanto como pudo y
la condujo a la siguiente pieza en donde la obligó a sentarse encima de la cama
y fue a buscar unas ollas para poner a calentar un poco de agua. Mientras tanto
la hija rememoraba.
Cuando
le llamaron para decirle que al fin lo habían encontrado, no supo que sentir,
hacía tres días que no se sabía nada de él, las siguientes palabras que escuchó
orientaron su dolor. Salió tan a prisa que olvidó llevar consigo las monedas
suficientes para tomar el microbús de regreso. Afuera de la casa del muchacho vio
el maldito moño negro, la puerta estaba abierta, adentro un grupo muy reducido
de personas se miraban entre sí y luego volvían a la contemplación monótona del
ataúd.
La casa era igual de pobre que la suya. No
supo cuanto tiempo estuvo parada sin saber qué hacer, hasta que el aroma dulzón
de un café que se preparaba en la cocina
la hizo tomar conciencia de sí misma, usó todas sus energías para dar unos
pasos desafiando a la fuerza de gravedad que tiraba de sus entrañas en
dirección al piso.
El
rostro que miró a través del cristal le pareció el de un extraño, pensó casi
con felicidad que se habían equivocado, que no era él; el rostro pálido se veía
mucho más ancho que el que su memoria guardaba, se parecía más bien al de un
muñeco de plástico. Tuvo que comparar cada uno de los rasgos de ese rostro con
sus recuerdos de una forma metódica para convencerse de que era él. Qué tanto nos cambia la muerte que ni
siquiera nos parecemos a nosotros mismos, pensó.
En
los días de angustia vividos tuvo tiempo para crear un sinfín de escenarios, en
los peores se imaginó parada frente al féretro llena de odio reclamándole por
no hacerle caso, y ahora que estaba allí supo que no tenía sentido, ¿de qué
valía ahora que ella tuviera razón si al final de cuentas quien estaba muerto
era él, si de todas formas ya no la escucharía? Se dio vuelta y salió.
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