Por
César Abraham Vega Guerra.
Piscis
I
Yo. Reposo en el
lecho de este río con mis manos llenas de fango suave y tibio, con la cara
congelada con las aguas turbias y astringentes que me besan las mejillas. Acá
abajo nada me acompaña, sólo esta oscuridad tan rotunda e infinita, que a veces
con mucha dificultad es surcada suavemente por la luz de una muy lejana luna o
de un sol muy frío y ocre. Acá abajo nada me acompaña, a no ser un par de
osamentas fracturadas, ni un solo pececillo nada jugando con mis faldas, ni un
alga entristecida brota del fondo de este río… soy sola, sumergida en esta
profundidad mojada.
II
¿Por qué no te quedas
en mi casa? Dijo, y sin esperar una respuesta subió al autobús, se sentó y miró
por la ventana aguardando que yo la siguiera y por supuesto que la seguí… ¿alguien
hubiera podido sostenerse impasible ante esa mirada embrujadora?, ¿por qué iba
a resistirme a ella si durante tanto tiempo soñé con una invitación como ésta?
Por
eso me subí con mucho tropel y me senté a su lado; creo que todo el camino a su
casa nunca le quité la mirada de encima, no cruzamos palabra alguna, yo
respiraba muy suave, como temeroso de romper algo, no sé qué, tal vez el
silencio, tal vez el encanto.
Entramos
a su casa, bebimos café mientras cruzamos muy pocas palabras y demasiadas miradas
y, sin embargo, nunca supe lo que se dijo en realidad, porque siempre he sido
malo, muy malo, para la conversación visual.
Me
condujo muy cortésmente a una habitación llena de cajas y trebejos, justo en el
fondo había un catre con algunos cobertores perfectamente doblados. Dormirás
aquí, me dijo. Decepcionado, me senté en el catre. Descansa, volvió a decirme y
la vi salir de la habitación.
La
noche entera me la pasé revolviéndome entre las cobijas, tratando de dormir
boca abajo, boca arriba, de costado, pero en todo momento los resortes saltados
de aquel catre se me clavaban en los huesos, en las caderas, en las costillas,
en los hombros y en las nalgas. Sólo pensaba en ella, en la forma de sus
labios, en si serían dulces o salados; y mientras lo hacía bajaba mi brazo para
acariciar con la palma de mi mano la frialdad del piso.
Así
pase mucho tiempo, largas horas, hasta que el frió se hizo humedad
imperceptible y luego indudablemente sentí el agua que anegaba el cuarto. El
sopor nocturno me impidió saber, en un primer instante, de lo que se trataba,
después la lucidez retornó a mi cerebro con una rapidez eléctrica, cuando puse
los pies sobre aquel piso la profundidad del agua rebasaba mis tobillos, el
agua crecía con una velocidad pasmosa, de inmediato pensé en Lara y me levanté
corriendo a buscarla, por el estrépito resbalé un par de veces dando de lleno
mi coxis contra el suelo y en ambas me levanté tan pronto pude.
Cuando
encontré su habitación vi a aquella
mujer parada justo a los pies de Lara, con su vestido chorreante de agua negra,
con los cabellos empapados, con las manos llenas en fango. En su mirada llevaba
colgada una terrible tristeza, los ojos inyectados, el ceño fruncido, los
labios reventados, la cara rasguñada profundamente.
Me
congelé por completo, mis pies se quedaron clavados en el suelo, mi voz escapó
a no sé dónde, y mi corazón quería salir por mi garganta y escapar a do mi voz
se había ido. Mil veces pensé que sería bueno escapar y olvidarme de Lara; sólo
podía pensar en el miedo que yo sentía, en las ganas de llorar que me daba ver
esa figura aterradora.
Mientras,
Lara dormía muy suavemente, llena de paz, enfundada en un coqueto camisón de
pescaditos…
La mujer
aquella se acercó muy tiernamente a besarle la cara con sus labios
ensangrentados, le acarició las mejillas con sus larguísimas uñas negras y
retorcidas, aspiró su aliento con una gesto de placer incomparable. Lara sólo
se movía inquieta, pero no despertaba, ¡cuánto quería que mi voz saliera por
mis ojos, y así gritarle Despierta Lara! Pero mis ojos angustiados no gritaban.
La
mujer aquella con sus manos huesudas aprisionó las muñecas frágiles de Lara,
ante la violencia Lara despertó llena de terror, miré en su rostro un rictus de
alarido que nunca emitió sonido alguno. Lara me miraba pidiéndome auxilio. Yo
quería moverme y auxiliarle, pero todo en mí era de piedra, hasta sentía que mi
corazón se detenía, que mi respiración misma ya cesaba.
Lara
nunca emitió un breve grito, pero su cuerpo se convulsionaba tratando de
escapar de su captora. La mujer aquella acercó sus labios a los ojos de Lara,
los besó con reverencia inconmutable y después los arrancó de una mordida
mientras por las cuencas vacías de la Lara brotaban dos ríos de sangre. Un
dolor atravesó mi pecho… después todo se hizo oscuro y luego nada.
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