Por Jorge Iván Dompablo.
UN DÍA
Cuando sonó la alarma
de mi teléfono celular sentí, como cada día, que debería arrojarlo fuertemente
contra el piso y continuar descansando. Últimamente me cuesta mucho trabajo
conciliar el sueño: apenas consigo dormir algunos minutos cuando ya está
sonando el maldito aparato. Sin embargo, contrario a mis deseos, tuve que
sentarme a la orilla de la cama; así, a oscuras, y comencé a rasurarme. Hace tiempo
que huyo de mirarme en los espejos.
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El espejo atormentado Egon Schiele |
El
ruido de la lluvia, que regresaba precisamente ahora que me preparaba para
salir, me hizo pensar que sería un mal día. Agreguémosle que, ¡idiota de mí!,
otra vez me corté. ¿Cómo es posible que aún no consiga acostumbrarme? La gota
gorda que corrió por mi mejilla me obligó a entrar al cuarto de baño y encender
la luz para mirar el desperfecto. Ahí estaba, era una cortada de medio
centímetro que pretendía arrancar una parte de la amplía cicatriz: solo una
pequeña cicatriz que se sumaba sin añadir nada a la otra. Me puse un poco de
cinta y pasé a la cocina a tomar un vaso de leche antes de salir.
Al
llegar a las oficinas vi que el Firuláis ya me estaba esperando dentro del
carro; ni siquiera iba a poder fumarme un cigarro antes de comenzar la jornada.
Encendí el motor y esperé la orden… Vagamos sin sentido por la ciudad toda la
mañana, en silencio. El tedio aumentaba conforme transcurrían las horas, de vez
en cuando miraba con deseo el bolsillo de la camisa donde permanecían intactos
los cigarros.
Odio
este trabajo y, sin embargo, es lo único que sé hacer. Después del accidente intenté
dedicarme a otra cosa; no había nada para mí, incluso trabajé dos meses como
cajero en un minisúper, pero la paga era mala y no me alcanzaba. Si fuera yo
solo no tendría problema con eso, pero tengo una hija y, aunque casi no la veo por
algunas diferencias que tuve con su madre, no pienso desentenderme de ella.
Aquí la paga es mejor y tengo un seguro de vida que servirá de algo. No me
quejo, sé que la vida es así, nadie ha dicho que deba ser fácil, se hace lo que
se puede.
A
las dos de la tarde tomamos rumbo a la plaza, nos tocaba manifestación de
nuevo. De unas semanas para acá la cosa se está calentando, corren rumores de
que hay algunas células armadas; también se dice que los armados pertenecen a
otras corporaciones. La verdad es que en esto nunca se sabe de dónde va a venir
el golpe o hacia dónde se va a dar, uno nada más recibe órdenes y las cumple;
ruedan cabezas y todo está bien mientras no sea la tuya.
Dejamos
el auto estacionado a dos cuadras de distancia y nos metimos a la manifestación
a tomar fotos. Como a las cuatro otra vez comenzó a llover. Unos minutos más
tarde la gente se esparcía por las distintas calles cercanas a la plaza.
Nosotros hicimos lo mismo y estábamos a punto de meternos al carro cuando
sonaron los primeros disparos. En poco tiempo la gente corría de un lado a
otro, volaban piedras, se empujaban unos a otros, se escuchaban los gritos de
alguien que desde el suelo suplicaba que no lo pisaran.
El cobarde
Firuláis se escudó detrás de mí, pero con todo y eso no se pudo salvar, una
piedra que trazó una parábola en el aire le dio justo en el rostro. No era
grave, así que me limité a observar cómo gemía mientras una lágrima asomaba de
sus diminutos ojos. Los labios se le habían hinchado horriblemente; por un momento
tuve la certeza de que iba a caerse; trastabilló unos pasos y luego, con su
brazo extendido, se asió del de un joven cualquiera, que trataba de alejarse
del alboroto. El muchacho, desconcertado por el tirón, volvió el rostro en el
momento en que otra mano se aproximaba hacia su nuca, después fue a dar de cara
contra la puerta del vehículo, luego fue molido a patadas por un Firuláis que
rabiaba y lo metía a empujones en él mientras me ordenaba que arrancara. —A ver
si de veras eres muy machín, cabrón—, le decía a gritos al pobre tipo que
estaba completamente desconcertado, a la vez que usaba su cuerpo como costal de
entrenamiento. —Tú fuiste de los que dispararon—. Y como el otro lo negaba, le
pegaba con la cacha de su arma en la cabeza. Así continúo por varios minutos
hasta que el chico dejó de moverse. Entonces por primera vez en este día volteó
a mirarme. —Este ya no nos va a servir—, me dijo, y luego regresó a su mutismo
de siempre.
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