Por: Nidya Areli Díaz.
Yo no sé de acurrucar el
silencio, debiera darme miedo el murmullo más quedo, el soliloquio mental, el
desencuentro imperfecto de la voz y el oído. Sé de dramáticas noches de chocolate
caliente con tamalitos frescos, de comalear de vez en vez el suelo para la
siembra, de medir la contrayerba seca para hacer un brebaje medicinal, de
costurar lenta y pesadamente los calcetines roídos. Sé de los cuijes nocturnos
saliendo apenitas llega al cielo la primera estrella, de dobletear los trabajos
cuando sube el pasaje y la comida, del empiojamiento postmortem que sufren los
pobrecitos adelantados, de la encatrinada vecina de enfrente siempre de
tacones. Sé de mi escribidera árida y rebuscada, del erizo espinero al final de la calle
principal del pueblo, del fuetazo del padre al hijo, de la doñita santa que
ayuda a nacer las criaturas…
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Viejo andino Aureliano Alfonzo Barrios |
Nos
robaron la nochebuena. Los muy canijos se pasaron de cabrones con nuestra flor
bendita. Robaron a nuestros muertos con sus glorias osadas. Robaron nuestro
himno lúgubre, de tal suerte que ahora debemos pedírselos emprestado. Nos han
robado tanto que no nos quedan ni dientes para emitir un crujido de dolor. ¡Pobres
de las flores que ya no pueden nacer sin permiso, de las arboledas que quedan
sin vida, sumidas en un peñasco triste, de los canales que no conocen ya más
que el agua pantanosa de caca y meados, de los inocentes niñatos sin tortas de
puro aguacate con queso! ―Pase, usted,
abuelo― le digo al viejo, y me quedo piense y piense en la milpa que no crece.
¿Qué tiene la milpa?, digo, y el silencio acurrucado hace un eco platicón, de
muerte sin muertos, con la desesperación del hombre que ni sonríe ni contesta,
nomás entra despacio con sus años y se sienta tímido, como pidiendo disculpas,
como quien se sabe apestado por el mundo.
Hace
mucho que no chista nada, que no acompaña por la mañana el café con su cocol,
que no dice ni pregona sus cantos por la plaza del kiosco ni toca la
trompetilla para atraer a niños y adultos, que con mucha pesantez arrastra el
triciclo de aquí para allá pero sin jolgorio ni alegría, como un cristo que
cargara su cruz de camino al Gólgota. El viejo está ya tan viejo que apenas
sostiene el raspador con su mano pecosa, temblándole incluso la quijada. Murmura
muy quedo si vas a querer tu diablito con limón y chile, lo prepara con hartos
trabajos, con desolación y desgaste añoso, derramando el jarabe fuera del vaso,
tirando de vez en cuando un poco de hielo. ―Ya no vayas, abuelo―, le he dicho
muchas veces, pero él se ofende porque no sabe más que trabajar. Hace sesenta
años que sale con el triciclo a vender sus raspados, ¿cómo no hacerlo un día?
El viejo
no deja el lloro desde que la milpa está así. Se queda mucho tiempo pensativo
con el ceño garrasposo y triste. Yo me pregunto a menudo por qué no estudié
algo del campo. Harto campo que tenemos y ya nadie le hace caso. Ya nadie
siembra ni ayuda al abuelo con la parcela. Me da pena que la milpa no crece, me
atosiga una tristeza insalubre, como la de él. Ya casi nadie le compra sus
raspados porque está viejo. A los niños les da asco que un anciano les prepare
algo que se van a comer. No saben los condenados que mi abuelo vio crecer a sus
padres, ni lo fuerte que era, ni que antes hacía los mejores raspados y que era
el único que los vendía, que él inventó los diablitos, que los otros le
copiaron.
Desconocemos
por qué no crece el maíz, por qué la tierra se puso rebelde tan de repente, por
qué se apaga la luz de los ojos de mi viejo. Antes desgranábamos las mazorcas,
nos gustaba harto sentarnos todos alrededor del gran montón de maíz seco. Se me
hacía que era yo importante a pesar de ser tan niña. Era una de esas veces en
que me sentía esencial para la familia y para la vida. Desgranar el maíz era
guardar el germen para el otro año, fecundar la prosperidad de la próxima
siembra, cumplir con la cuota de Dios para no ser olvidados. Todos en la casa
sabíamos: mis tíos estaban allí con sus hijos, las niñas y las mujeres grandes
comadreaban de igual a igual mientras iban cayendo los granos amarillos en un
bonito y dorado montículo. ¡Ah, qué mi viejo!, le daba harto gusto vernos a
todos allí. Era una fiesta.
Pero
la ciéniga poco a poco se fue olvidando: los tíos partieron a trabajar a otros
lados, los nietos se despegaron de la tierra, fuimos a la preparatoria y luego
a la universidad. Dejamos tirada la parcela. Solo el viejo siguió allí,
empecinado, laborioso, fuerte ante el olvido, con sus eternos cigarros sin
filtro y el cuartito de brandy en la bolsa del pantalón, mastique y mastique
los días que se apelotonan torrenciales sin misericordia. No sé qué pasará con
la milpa el día que nos falte ese viejo. La tierra está muy dolida ya y no ha
dado nada. Nomás no creció la mata, no dio su verdor dorado, no bendijo las
alargadas y mullidas y tiesas y pecosas manos llenas de arrugas grandes y
chicas.
Dice
mi viejito que es el maíz del vecino, que trajo y sembró un grano malo, una
semilla envenenada que no es fértil y contagia a las otras. Dice que la tierra
se puso mala desde que el vecino quiso probar. El silencio acurrucado es mejor,
es mejor el soliloquio mental y el desencuentro imperfecto de la voz y el oído.
Yo me quedo muda de tanto dolor rancio, del jarabe apestado que deja de ponerse
a los raspados porque ya nadie los compra, de los bloques de hielo que se le
derriten, del deterioro del triciclo que ya no luce los colores brillantes del
sol, de la ciéniga rota, del monstruo que habita en la semilla venenosa, de las
muchas arrugas y los muchos años del viejo que con muchas penas va empujando el
triciclo…
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