miércoles, 12 de junio de 2013

La invectiva


Vagaba sin rumbo, en la podredumbre de sus desesperanzas, saltando entre las inmundicias de este mundo estéril e ignoto. ¿Qué puede hacer ante este estercolero de violencia? ¿Luchar contra corriente o verter lágrimas salubres de dolor e impotencia? Es la realidad de los aconteceres cotidianos de un país en crisis y un hombre como tantos otros hundido en la monotonía de la labor diaria. Y su camino es incierto, pues su paso dubitativo lo hace tropezar una y otra vez en la máquina del deber social.
El suicidio
Edouard Manet
 Cada día su vida se convertía en una diatriba contra su mundo real; contra el jefe, contra la esposa, contra los hijos, contra el vecino, contra su propia vida. Morir, ¿qué más da? ¿Así es esta urgencia por caducar su existir? Vamos, morir es fácil, vivir es difícil. El morir es apático y causa flojedad abúlica, carcome las entrañas, y hace al ser humano asesinarse por su propia voluntad, por el deseo propio de destrucción por efecto de la tensión excesiva. Es la muerte física sin objetivos, sin finalidad, y sin memoria. Así esta muerte es en vano, mas aquella que precede al renacimiento espiritual como en la iniciación, en que se experimenta la oscuridad de la muerte antes del nacimiento del nuevo hombre en su resurrección y reintegración es la que produce el cambio de un estado del ser a otro, la reunión del cuerpo con la tierra y del alma con el espíritu, y la memoria del que ha partido permanece en las personas que lo han amado cuando estaba vivo. Una memoria que quedará impregnada para las futuras generaciones por todas las acciones virtuosas que el que ha fenecido prodigó en su momento.
Sin embargo, el solitario ser que vive y sobrevive en la vorágine del mercado laboral, aun teniendo familiares, no se exime de padecer esta abulia que lo hace no querer vivir. ¿Cuál es la causa? Un ente depresivo, antisocial, un estereotipo de hombre sin ilusiones, cansado de lidiar con la monotonía de la realidad de una oficina mal iluminada, sucia, y apartada. Trabajar solo por mal comer en la calle cuanta inmundicia se le ponga al frente. Más complicado si el consumo de nutritivos alimentos cuesta un ojo de la cara. Un jefe prepotente que lo fuerza a trabajar horas extras, unos compañeros que le hacen bromas pesadas, burlándose de su apatía sin saber que ellos mismos están en la misma condición. Una esposa que, cuando cansado y aburrido llega a su casa, lo recibe con reclamos y quejas, y además toda fachosa; una mujer también cansada y aburrida de las labores domésticas y los gritos y pleitos entre los hijos y hacia ella, y aún más, tiene que escucharla quejarse por las imprudencias y maldades del vecino.
Y qué decir del suicida que por cualquier nimiedad quiere acabar con su pequeña vida debido a que la novia le gritó que ya no lo quiere o que ya está agobiado por la esposa que le impide ver a los hijos, o que cayó en el vicio del alcoholismo y se convirtió en una enfermedad difícil de aceptar. O aquel a quien se le ocurre la “brillante” idea de lanzarse a las vías del metro para terminar con todo lo que le aflige. Así pues, en este país de las maravillas todo lo estrambótico que puede existir se percibe en nuestra sociedad que se cae a pedazos, a pesar de verse en las calles a personas que hablan a solas con gente invisible por medio de un minúsculo aparatito de última moda para no sentirse aislados en la mayoría de los casos.
¿Cómo se soluciona? A partir de darse una cuenta del hecho de que el cerebro es un engranaje tan complejo y de que las personas —bien reza el vulgo: “cada uno tiene su propio mundo en la cabeza” o “cada cabeza es un mundo”― no han sido capaces de encontrar la salida a esta problemática; una salida para aquellos seres humanos que han tenido la desgracia de encontrarse en esas situaciones tan complicadas para ellos, y que no sea su único efugio la muerte.
Zuzana Chandomí.
 

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