Vagaba sin rumbo, en la podredumbre de sus desesperanzas,
saltando entre las inmundicias de este mundo estéril e ignoto. ¿Qué puede hacer
ante este estercolero de violencia? ¿Luchar contra corriente o verter lágrimas
salubres de dolor e impotencia? Es la realidad de los aconteceres cotidianos de
un país en crisis y un hombre como tantos otros hundido en la monotonía de la
labor diaria. Y su camino es incierto, pues su paso dubitativo lo hace tropezar
una y otra vez en la máquina del deber social.
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El suicidio Edouard Manet |
Cada día su vida se convertía en una
diatriba contra su mundo real; contra el jefe, contra la esposa, contra los
hijos, contra el vecino, contra su propia vida. Morir, ¿qué más da? ¿Así es
esta urgencia por caducar su existir? Vamos, morir es fácil, vivir es difícil. El
morir es apático y causa flojedad abúlica, carcome las entrañas, y hace al ser
humano asesinarse por su propia voluntad, por el deseo propio de destrucción
por efecto de la tensión excesiva. Es la muerte física sin objetivos, sin
finalidad, y sin memoria. Así esta muerte es en vano, mas aquella que precede
al renacimiento espiritual como en la iniciación, en que se experimenta la
oscuridad de la muerte antes del nacimiento del nuevo hombre en su resurrección
y reintegración es la que produce el cambio de un estado del ser a otro, la
reunión del cuerpo con la tierra y del alma con el espíritu, y la memoria del
que ha partido permanece en las personas que lo han amado cuando estaba vivo.
Una memoria que quedará impregnada para las futuras generaciones por todas las
acciones virtuosas que el que ha fenecido prodigó en su momento.
Sin embargo, el solitario ser que vive y
sobrevive en la vorágine del mercado laboral, aun teniendo familiares, no se exime
de padecer esta abulia que lo hace no querer vivir. ¿Cuál es la causa? Un ente
depresivo, antisocial, un estereotipo de hombre sin ilusiones, cansado de
lidiar con la monotonía de la realidad de una oficina mal iluminada, sucia, y
apartada. Trabajar solo por mal comer en la calle cuanta inmundicia se le ponga
al frente. Más complicado si el consumo de nutritivos alimentos cuesta un ojo
de la cara. Un jefe prepotente que lo fuerza a trabajar horas extras, unos
compañeros que le hacen bromas pesadas, burlándose de su apatía sin saber que
ellos mismos están en la misma condición. Una esposa que, cuando cansado y
aburrido llega a su casa, lo recibe con reclamos y quejas, y además toda
fachosa; una mujer también cansada y aburrida de las labores domésticas y los
gritos y pleitos entre los hijos y hacia ella, y aún más, tiene que escucharla quejarse
por las imprudencias y maldades del vecino.
Y qué decir del suicida que por cualquier
nimiedad quiere acabar con su pequeña vida debido a que la novia le gritó que
ya no lo quiere o que ya está agobiado por la esposa que le impide ver a los
hijos, o que cayó en el vicio del alcoholismo y se convirtió en una enfermedad
difícil de aceptar. O aquel a quien se le ocurre la “brillante” idea de
lanzarse a las vías del metro para terminar con todo lo que le aflige. Así
pues, en este país de las maravillas todo lo estrambótico que puede existir se
percibe en nuestra sociedad que se cae a pedazos, a pesar de verse en las
calles a personas que hablan a solas con gente invisible por medio de un
minúsculo aparatito de última moda para no sentirse aislados en la mayoría de
los casos.
¿Cómo se soluciona? A partir de darse una
cuenta del hecho de que el cerebro es un engranaje tan complejo y de que las
personas —bien reza el vulgo: “cada uno tiene su propio mundo en la cabeza” o
“cada cabeza es un mundo”― no han sido capaces de encontrar la salida a esta
problemática; una salida para aquellos seres humanos que han tenido la
desgracia de encontrarse en esas situaciones tan complicadas para ellos, y que
no sea su único efugio la muerte.
Zuzana Chandomí.
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