domingo, 8 de mayo de 2011

La sombrita

Naufrago
Sergio Garval

Poblados de resquemores, de vicios, de circunstancias adversas, los seres humanos acostumbramos anclarnos a cualquier luz que a lo lejos aparece como una nave de vida y salvación. Ella no necesariamente lo es, por el contrario podría sólo tratarse de un barco pirata deseoso de despelucar al primer naufrago, más aún de lo que ya está.
       Para diferenciar al barco amigo del corsario, andamos en estos tiempos de variadas y coloridas catástrofes, con una coraza de suficiencia que en navegación sería como un gran barco de papel, emulándonos fuertes y armados; queremos discernir en el otro la naturaleza verdadera de su bastimento, si está tan desarmado como nosotros, si es un pirata que a lo lejos nos engañó con una luz que nos daba esperanza y en cambio trae desgracia o si, por el contrario, es un navío extranjero pero amigo. Queremos saberlo con todo y nuestra coraza amenazante hecha en realidad con pedazos y restos de naufragios pasados.
       Luego, algunos preferimos no arriesgarnos. Estamos tan habituados al infortunio desazonador que trae el filibustero, porque cada ser en el mundo lleva uno dentro, que alejados por decisión propia, nos anclamos no a la luz de las naves que pasan a lo lejos, sino a islas oscuras y desiertas, pero seguras hasta cierto punto; ello en una inaudita soledad, cautivos de nuestras propias circunstancias, de nosotros mismos.
       La soledad duele tanto como cualquier dolor de golpe pero no lo sabemos, el riesgo de morir es el mismo en ambos casos, ya de inanición o de herida provocada por un enemigo, la muerte irremisiblemente nos espera. Está al asecho hasta para matarnos de viejos. Al asecho y a la orden del día. Por muy segura que parezca nuestra isla, nadie nos asevera que un tsunami no nos finará y, peor aún, sin que nadie se entere.
       Yo, que elegí la isla, a veces me aventuro a hacerme una pequeña balsa con pedazos de madera hallados por azar, meto el dedo gordo del pie al agua para saber si está fría, veo el océano imponente y lleno de peligros, el sol que se alza majestuoso y flotante en el cielo, me aprovisiono de algunos plátanos y cerezas para alimentarme en el camino, trato de calcular si el viento es propicio para mi gran aventura, si podré llegar no sé bien a dónde, pero luego, a punto de echarme al mar, recuerdo los corsarios que por allí andan al asecho, y me regreso con todo y nave… hasta la próxima vez que me arme de valor y que la soledad me llene de tedio.
Nidya Areli Díaz.

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