domingo, 21 de julio de 2013

Doce

Por César Abraham Vega Guerra. 


Leo

Cuando desperté pensé que dormía... hice tanto por no soltarla de mis brazos, la abracé como un león impío que no perdona, hice cuanto pude por aferrarme a sus costillas hasta el último flujo de conciencia que atravesó los cuencos de mis ojos... muchos años atrás ceñí a Elena del mismo modo, con toda fuerza, con toda vida, con toda intención de hacer con mis brazos fronteras para impedir que la vida se le saliera del cuerpo... ¡pero carajo! Se le salió. 
 
León
Bernarda Enriquez
 
Cuando desperté aquella madrugada pensé que aún dormía, pensé que sus labios seguían aún tibios, que sus mejillas tan blancas aún rebosaban de sonrojos y de hoyuelos... los hoyuelos que despuntaban cuando se sonreía. 

Pasaron tres mil segundos, quizá, antes de recordarlo todo, la sillas que le arrojamos, las esquirlas de las botellas, los vidrios de las ventanas clavadas entre mis carne, aquella triste penumbra más absoluta que a mis ojos haya cegado; el crujir de las duelas con sus pasos terribles, el sabor a la sangre que mi boca llenaba, los gritos de la Elenita ahogarse en aquella noche, después desmayé y no supe... no recuerdo casi nada... desperté y le miré su rostro, reposando en la duela junto al mío, con sus cabellos suaves cayéndole en la cara, con sus rasgos de niña inocente, imperturbable.  

Me levanté con un dolor atravesado en las rodillas, con chorros de sangre brotando de mi cara, con la luz del foco aún tambaleando desde el techo. Nunca supe cuántos de mis mareos fueros provocados por la bebida y cuantos otros por el golpe en la cabeza. Cuando pude escuchar de nuevo cada fibra de mi piel se estremeció, escuché el vaivén de su voz que henchía mis oídos con el miedo, sus pasos terribles cruzaban los cuartos de la casa retumbando estrepitosos en los maderos viejos de las duelas. La oía dar traspiés en la recámara de arriba, segundos después escuchaba su voz fétida murmurando a mis oídos cosas que me acercaban al suicidio. Azotaba las ventanas y las puertas, soplaba su aliento muerto congelándome los huesos...  

Sentí las entrañas embotadas de un cruel miedo, quería gritar hasta colapsarme los pulmones, no recuerdo mucho de eso, tal vez grité desaforado rasguñándome la cara, tal vez fue ella la que me gritaba en la cara mientras me clavaba las uñas en el rostro intentando morderme cada ojo. 

Tenía que escaparme de ahí antes de que mi alma decidiera adelantarse. Tomé la muñeca de Elena para poner su brazo alrededor de mi cuello, una descarga de hielo atravesó mis falanges desde su piel eterizada, me rehusaba a pensarla muerta y la tome de la espalda para salir junto con ella, pero me aterrorizó el ver su cabeza moverse rígida imitando la trayectoria de su torso, sin colgar desde su cuello como eventualmente lo haría un cuerpo vivo pero exangüe. El rigor mortis entablillaba cada gozne de su cuerpo, cada trazo era pétreo, inmóvil... irremediable. 

Mi miedo se trocó por odio y arrojé de todo a todos lados, invoqué a Chokani a que se llegara hasta mis brazos, a que me descubriera de su manto transparente el horror y el misterio de su rostro, a que me diera muerte fulminante, a que me dejara tomarle del pescuezo hasta morirme o yo matarle a ella de nuevo, si es que eso era posible. 

Cuando desperté ella dormía, con sus cabellos hirsutos cayéndole en la cara, su rostro totémico, con dos grandes surcos en las mejillas labrados bellamente por la erosión salina de su llanto. Yo la abrazaba sin pensar mucho en ella... mi mente estaba aterida de Elena... ¡que tristeza que haya muerto!, ¡sabía tan poco sobre ella!... que olía muy rico a veces a jazmin y otras a menta, que tenía desportillado un diente, que le gustaba London calling, que vivía sola con su mamá en la Roma, que tenía unas manos muy bonitas, que su piel era muy blanca, que era un año más grande que yo, que tenía un perro al que llamó Juguete, que le habían nombrado Elena como su abuela materna, que le gustaba el vodka, el rock, el chocolate, los  capuchinos, las tortas de milanesa, el pasto mojado, el humo de los trenes... que tenía un chingo de discos chidos... pensaba en que nunca supe su cumpleaños pero sí supe que era Leo.
 

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