La columna rota
Frida Kahlo
El dolor es una constante natural en la vida de todo ser humano, basta tener la certeza de que cada día sentimos y nos sometemos conscientes o inconscientes a pequeños o medianos dolores que nos son tan necesarios como respirar; los tacones de la vanidad, levantar cosas pesadas, caminar una buena distancia, y en general todo el ejercicio físico produce cierto grado de dolor; el dolor es en este punto, no sólo benéfico sino necesario para el hombre.
Debió ser harto doloroso, creo, el proceso mediante el cual el mono dejó de ser bestia para transformarse en el “moderno y evolucionado” ser que se llama hombre. Deformar los huesos a tal grado de cambiar todo el sistema morfológico en pro de la evolución no parece fácil ni mucho menos exento de una buena dosis de dolor. Evolucionar el alma -si acaso la hay-, es por antonomasia, aún más tortuoso. Pero, ¿quién quiere evolucionar su alma?; el órgano parece más bien imaginario, uno no lo representa como una constitución de partes bien delimitadas y materiales como el corazón, con unos ventrículos y arterias y venas, sino como un algo que bien podría ser gaseoso y flota dentro y a la par de las personas. El alma es luminosa y de un gas cuya composición química aún no se descubre. Con todo es un mito, y creemos que existe principalmente porque duele, -¿a quién no le ha dolido el alma?-. Yo estoy segura de que me duele porque incluso me hace llorar, me resulta insoportable; siento el malestar en el pecho y en el estómago pero sé que lo que en realidad está doliendo es mi alma porque si me froto amorosamente el pecho o el estómago -que es donde siento un agujero- no cesa el dolor, y se aglutinan las lágrimas, inclementes e impasibles, y tengo una serie de síntomas físicos que no puedo disimular ni con una farmacia completa. Caeré en la inconsciencia con alguna pastillita pero al despertar el dolor seguirá allí, y es tan certero y tan preciso que incluso dormida lo sentiré.
He tenido un sueño que me causó conmoción: unos monjes tibetanos con sus túnicas naranjas eran ensartados por la espalda de forma vertical con una especie de afilada varilla, luego se les colocaba barro en el cuerpo a manera de emparedados para, finalmente, introducirlos en una maquinaría a base de engranes gigantescos por donde pasaban de cuerpo entero a medida que sus huesos uno a uno eran triturados. La escena permitía contemplar el proceso con una pasmosa claridad y lentitud para captar el momento exacto en que el cráneo del monje se iba deformando en una especie de óvalo y luego estallaba. Todo ello con el tibetano consciente en su totalidad, de manera voluntaria y sin chistar ni un poco, embebido en una dignidad de honor oriental que rayaba si no en el placer, en la indiferencia. Luego, creo que el acto constituía un ritual para expiar alguna falta.
Es claro que los monjes tibetanos no tienen esta clase de costumbres, e ignoro si alguna vez en la historia haya existido una maquina tan aterradora. Todo el sueño fue una diabólica creación de mi mente que quiso jugarme la mala treta de interrumpirme el descanso en mitad de la madrugada. Lo que sí veo muy claro es que los seres humanos somos especialistas en propiciarnos y soportar el dolor. El hombre nace con dolor, no imagino que nacer deba ser placentero o poco doloroso; el dolor es tan primordial y tan constante en nuestras vidas que lo hemos llevado al límite. Incluso nuestros dioses son de dolor: lo veneramos y respetamos al grado de llevarlo pasmosamente colgado del cuello en forma de Cristo crucificado. El humano se auto infringe el dolor en una beligerante y lasciva obsesión quizá por afirmar su propia existencia. Es una forma de demostrarnos que estamos vivos -por lo menos eso creemos-, y hacernos la ilusión de que palpamos nuestro ser, de que tenemos alma y de que ésta siente y nos hace sentir.
Nidya Areli Díaz.
No hay comentarios:
Publicar un comentario