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Circe ofreciendo la copa a Odiseo J. W. Waterhouse |
Las rodillas de Circe
Mario amaba las rodillas de Judih, le parecía un milagro que unos guijarros tan tenues, tan delicados, pudiesen mantener en pie semejante escultura de galana mujer; se le semejaban a Mario esas rodillas como un par de redondas pelotitas de frontón: las miraba ir y venir sobre la acera, el patio, el estacionamiento del edificio, e incluso, las alfombras de los hotelitos de paso. Una acompañaba a la otra con pasmosa fidelidad, detrás o adelante, alternándose en la butaca del cine cuando la Venus cruzaba la pierna. Allí por detrás, en el gemelo derecho: un lunar tan oscuro como enervante. A Mario le encantaba ponerse las piernas de su diosa sobre los hombros, penetrarla sujetándola por las rótulas, abrirla en canal pero aferrado a las tiernas naranjitas como de suave cartílago. Las lamía y besaba con frecuencia, una vez las mordió, sin embargo allí paró la cosa porque su Circe pegó un gritó y asestando una patada en la cara sugiriole un rotundo No. Enterado el gentilhombre, maravillado por la fuerza con que aquellas pequeñas habían impulsado semejante patadón, las veneró con mayor vehemencia.
—Regálame tus rodillitas—, le dijo un día —no está mal la turgencia de tu vientre ni la firmeza de tus piernas. Amo la tersura de tus senos y el soporífero aroma de tu vagina, pero regálame tus rodillas. Por ellas —un silencio— vendo a Dios.
Judith se dio vuelta en la cama dándole la espalda, y se convulsionó en una gran carcajada.
Mario la bebía, la degustaba, la mascaba. Decíase que el amor es eso: amar las rodillas de Lilith, de la vampira Lilith, la ninfa Circe, la hermosa Venus. Era amar su vaivén por las escaleras del metro, su trote ligero en los pasillos de cualquier edificio, su devaneo en la cama mientras la cogía y re-cogía. Amarla era eso: morder el lunar, meter la lengua en las coyunturas entre la rótula y el fémur, prolongar cada bocado y luego repetirlo. Amar a Judith era desnudarse frente a ella y cederle el paso, abrirle la puerta del auto y ofrecerle flores y cartas, era ponerle crédito en el teléfono para esperar por las tardes sus llamadas y que nunca llegaran, era llamarla él como por azar, era fingir ante los embates de la mentira y el disimulo, soportar los celos y celarla más, celar sus rotulitas perfectas.
—Tienes unas rodillas de fractal—, le dijo. Luego la encontraron con un tiro de gracia, los labios arrancados a besos y las piernas, con todo y rodillas, limpiamente cortadas con cierra.
Nidya Areli Díaz.
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