Ausencias presentes II
Guillermina Rivas
Despierto en la madrugada, aunque el cuerpo y el calor de la cama me piden permanecer acostado un rato más, un resorte en la conciencia me catapulta primero a las pantuflas y luego a la regadera. Templo el agua sólo lo suficiente para no enfermar. Un rato después me cercioro, en el momento de salir de casa, de llevar conmigo el boleto de autobús, ya en la terminal hago fila unos instantes en el frío de la mañana antes de abordar y emprender el viaje. De camino, al levantarse la neblina, la ciudad comienza a hacerse presente y me obsequia un poco de trafico como última postal.
Hace años que debí hacer este viaje. Siempre, sin embargo, encontraba un pretexto para evadirlo: el trabajo, la escuela, el dinero. Ella, cuando aún estábamos juntos, me decía que yo era de las personas que para salir a la calle necesitaba ir provisto incluso de un paracaídas. Ahora el viaje es impostergable, mi linaje se extingue… Así, mientras espero todos los días con ansiedad y terror la noticia de la muerte de un familiar que esta desahuciado desde hace varios meses, recuerdo cómo en sólo un par de años, tres más se han ido. Ellos que fueron una coordenada geográfica en mi alma han dejado desierta una parte muy honda de mi vida. No están y para siempre será así, por eso viajo, el pretexto ahora es llevarles flores, ya que todo el mundo lo hace, en realidad voy porque quiero ver con mis ojos, que ahora son también los suyos, esa tierra mítica en mi imaginación que tantas veces me negué a conocer. A mi llegada a la que fue su casa me encuentro con un patio abandonado, la yerba está crecida y los limones y limas pueblan con su color y aroma ese territorio virgen para mí al que me entrego. Por fin estoy aquí, les digo, y mi voz resuena por todos los rincones, salgo a caminar por el empedrado de las calles; voy a la plaza y los árboles centenarios me parecen fascinantes, casi puedo sentir su presencia, alguna vez mi horizonte fue también el suyo. Busco a los enamorados en el kiosco, imagino a las muchachas caminando en un sentido y a los chicos en otro, reconociéndose. Observo al otro extremo de la plaza a una mujer que empuja una silla de ruedas en la cual va un señor delgado con gorra de piel, que conversa animado con ella. Me digo que son ellos, que siguen aquí…
Jorge Iván Dompablo.
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