Los tres pequeños cerdos
Vitor Barata
LA MUSA
(Segunda y última parte)
Después del día de ese encuentro, tuvieron que pasar varios meses antes de volverla a ver, en esa ocasión ella iba acompañada de su novio; el dibujante, en una acera, discutía con la suya, cuando estuvieron uno frente al otro se repitió aquel saludo cómplice. Luego nunca más volvió a verla, bueno, por lo menos en el plano terrenal, pues en el onírico hubo un encuentro final inquietante: ella en la oscuridad recostada e inerte como si estuviera muerta yacía sobre un montón de hojarasca, desnuda como aquella vez, sólo que ahora su desnudez era angelical en otro sentido, pues no era del todo seguro que fuese ella, era un ángel porque no tenía sexo y, a pesar de parecer muerta; su cuerpo bajo la luz del farol, que directamente la alumbraba, se veía tan suave y puro como la parafina en el instante preciso de pasar de ese liquido claro que es cuando el calor la abrasa al color opaco y suave que nos incita a moldearla con nuestros dedos cuando el calor ya no es suficiente; incluso, él estaba seguro que si de algún modo pudiera acercarse a ella percibiría esa calidez.
A su alrededor todo estaba entre las sombras, de ellas emergieron, siniestros, tres cerdos enormes que comienzan a olisquearla, es casi seguro que terminarán devorándola, todavía no comienzan su banquete, pero es cuestión de segundos, no hay nada que hacer, tú lo sabes, pues eres él y sabes que es un sueño; sin embargo, eso no te quita la angustia que sientes. Detrás miras una vieja cabaña de madera y todavía más lejos, los árboles que van perdiendo sus oscuras hojas cuando el viento helado las cercena.
Jorge Iván Dompablo.
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