domingo, 19 de junio de 2011

La sombrita

El arte de la conversación
Eugenio Granell

La resignación es un estado que se supone llega con el tiempo, nos resignamos a los pequeños detalles de la vida que nos son molestos pero sin embargo debemos lidiar con ellos día con día. Nos resignamos a dejarnos caer en el abismo incierto pero aburrido y monótono de la cotidianidad, a ser pobres y no ricos como esperábamos serlo al crecer durante la infancia, a combatir el tedio incombatible sin poder arrancárnoslo nunca.
       Nos resignamos a las maravillas que trae la tecnología y a que lo de hoy, que es lo último de lo último, mañana será basura. Nos resignamos incluso a nuestra propia apariencia: si fuera más delgada…, si tuviera unos ojos más llamativos…; y al final subimos nuestra foto a las redes sociales en el mejor ángulo posible para parecer sexis y sentir, por qué no, un poco de la aceptación que nos negamos nosotros mismos, aceptación de personas con las mismas o más grandes inseguridades.
       Tenemos en cambio terror a intimar demasiado con la gente del entorno inmediato; nuestras familias nos parecen tan extrañas…, estamos tan fuera de lugar en la esfera donde nacimos…, nos somos tan extraños y nuestro origen es, ciertamente, más incierto que en cualquier otro siglo.
       Hemos aprendido a lidiar con la soledad de una manera cruel y resignada; y si pensamos en la “era de la tecnología y la comunicación” en que nacimos, ello resulta absurdo y paradójico. En el siglo en que la gente tiene todos los medios a su alcance para estar cerca, estamos más lejos que nunca. Luego, todo parece diseñado para mantenernos a distancia, para ser cómodo y alejarnos, distanciar las almas y los corazones, adormilar nuestras vidas en un foso insustancial en que todo se reduce al vacío. Las redes sociales dejan apenas un espacio pequeñito para que los incautos coloquen allí una síntesis de cómo marchan sus vidas, para que informen a sus amigos: “la felicidad toco a mi puerta. ¡Ya tengo novio!”, y los amigos, a muchos de los cuales ni siquiera se ha visto, respondan: “Qué padre, amiga. A ver cuándo me lo presentas”. Entonces nos quedamos con la idea de que nos hemos comunicado y de que la persona que ha comentado nuestra información es nuestra amiga, pero en realidad no sabemos nada de ella: no sabemos de su soledad, de su proclividad a enajenarse con la internet en vista de la falta de amigos reales, no sabemos si en realidad nuestra vida le tiene muy sin cuidado o lo sabemos a ciencia cierta pero no queremos verlo.
       Los mensajes son tan pequeños que es imposible saber algo certera y concretamente. Pero, por otra parte, es tan cómodo aplastarse a tener vida social frente a una computadora: no se discute, nadie nos lastima con hirientes palabras, nadie se entera demasiado de lo que somos; en fin. Lo malo es que nadie nos ama ni nos acepta de verdad. Porque el amor, la aceptación, la empatía genuinas, van más allá de un enunciado al día para mantenerse vivo en la red, más allá de 165 “amigos” de los que no sabemos nada, más allá de la foto linda que subimos para parecer algo que no somos, más allá de palabras amables para ser agradables y que los otros no nos borren de sus contactos. Hay que pensar en la resignación de hoy y en la falta que nos hace ser humanos reales, personas de carne y hueso para abrazar, amar, pelear, charlar, etc.
Nidya Areli Díaz.

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