domingo, 17 de junio de 2012

La sombrita

Reina Rana Comaneci

Todos amábamos las ranas; yo, porque me parecían hermosas, ellos, porque gozaban especialmente su carne sutil: escabeche de rana, ancas azadas, cocido de rana, tostadas de renacuajo, adobo de ancas con calabacines, rana almendrada y, en fin, todas las variedades que creó el arte culinario, después de que nos quedó el anfibio como única fuente de carne.
Rana
Guenther Maurek 
          Un día las ranas se fueron. Subleváronse en su condición de subordinadas del hombre y, simplemente, desaparecieron. Fue cuando todos cayeron en cuenta de lo importantes que eran las ranas para la sociedad, porque ahora la dieta del mundo cambiaría radicalmente, porque toda celebración estaría ensombrecida en adelante por la ausencia del típico platillo a base de carne de rana, porque iríamos cada vez más bajo a tragar lombrices asquerosas. La rana, en fin; es decir, todas las ranas, se esfumaron de la noche a la mañana, hallarían, tal vez, un lugar en el mundo para esconderse del hombre: de todos los hombres.
          Sin embargo, a mí que no conocía el sabor de las ranas, no tanto por amor a las delicadas criaturas, sino por el apego que en mi mente quedó hacia las otras especies que antes comíamos: cerdo, res, pollo y pescado; las ranas no me temían, y un buen día, mientras descansaba echada en la hierba, con el vientre de fuera, toda primaveral con el suave sol bañándome la piel, sin zapatos, relajada, sentí un delicado pose en la pierna, volteé de inmediato y vi que era una ranita verde, una muy chiquita que, al no percibir en mí el aroma del anfibiófago, simplemente sintió confianza, salida quién sabe de dónde, y vino con toda la desfachatez de la juventud a ser mi amiga. Yo pensé que lo más lógico era clonarla para hacer miles de ranas y volver a nutrirnos de ella; es decir, no nutrirme yo que no me atraía su carne, sino nutrirnos el género humano: pensaba en nombre de toda una especie ávida de carne de anfibio. Eso pensaba pero la muy descarada pasó de un salto a mi abdomen, y fue tan increíblemente placentera la sensación de sus patitas híper delicadas sobre mi piel, fue tan maravillosa la emoción que sentí, a saber, por la natura que es tan plena, tan delicada, tan fresca en fin, en cada una de sus criaturas, que simplemente quedé prendada y decidí no delatarla. 
          Le puse nombre, se llamaba, Reina Rana Comaneci, Reina porque me pareció que sería una monarca destronada a quien, sin embargo, esperaba su pueblo en algún sitio, Rana por su ranosa condición, y Comaneci porque sus saltos me recordaban a la gimnasta; es decir, no directamente porque a mí no me tocó ver los juegos olímpicos de 1976, sino que su fama había llegado hasta nuestros días y yo creía recordar algo de que en realidad sólo había oído hablar. 
          Tenía escondida a mi rana en mi recamara, debajo de la cama en una pequeña cámara que tomé de la cocina. Considérese que lo que yo hacía podía catalogarse como una traición a la humanidad, en cambio quedé tan impresionada por aquella pequeñita criatura que no me importó. Mi rana y yo vivíamos muy felices, yo alimentándome de hierbas, verduras y frutas, ella comiendo mosquitos que le traía de la charca del jardín. 
          Reina Rana Comaneci se volvió mi fascinación, la observaba durante horas pensando que tal vez sería el único anuro que quedaba en el mundo, o que algún día volvería con su pueblo a libertarlo de algún yugo algún día, o que con ella, si yo hablaba, podría volver a gozar el humano de la carne del preciado anfibio. Pensaba tantas cosas y no me daba cuenta de que levantaba sospechas en mi encierro, y sus patitas un día no se me posaron más porque mi madre, que no consideró todas las posibilidades que mi rana encerraba, simplemente la preparó en escabeche con soya. 
          Nadie puede imaginar mi dolor y coraje, no por la ausencia de la mascota, dolor superfluo al fin, sino por la seguridad de que en la vida, no podría volver a sentir nunca unas patitas tan delicadas posarse en mi abdomen y porque el hombre, en su naturaleza estúpida y egoísta, casi nunca se detiene a pensar ni siquiera en el resto de los hombres, y obra como bestia, seducido por el placer inmediato. 

Nidya Areli Díaz.

No hay comentarios: